martes, 11 de agosto de 2020

Los Profetas No Mueren

Transcurría el 2005, año de tormentas si las hay, año de desiertos extensos, interminables, sin aguas donde poder saciar la sed, sin manantiales de vida donde poder ahogar la muerte.

La Palabra, aquella que me acompañaba desde pequeña ya no me decía nada, su boca estaba sellada para mí, sólo profería mandatos enquistados en la ley, para aquellas que se gozaban en tener el monopolio de la Ruah Divina. 

Me sentía sola, rodeada de personas, pero sola, acompañada tan sólo por extranjeros que no conocían mi pesar, que esperaban de mi oído y mi boca la ayuda y yo seca, sin agua, sin palabras, sin nadie.

En medio de la noche, llegaron libros de Don Pedro, de poemas, de historias, de vidas, libros que sin ganas fui abriendo como al pasar mientras me dejaba atrapar por el brillo de sus versos, el fuego de su pasión, el dolor compartido, la experiencia de cruz y resurrección.

Mis ojos volvieron a ver, mi mirada volvió a tener brillo, mis piernas comenzaron a experimentar nuevamente la esperanza. Sus escritos me dieron vida y vida en abundancia.

La vida sobre ruedas o a caballo,

yendo y viniendo de misión cumplida,

árbol entre los árboles me callo

y oigo como se acerca Tú Venida.

Cuanto menos Te encuentro, 

más Te hallo,

libres los dos de nombre y de medida.

Dueño del miedo que Te doy vasallo,

vivo de la esperanza de Tú vida.

Al acecho del Reino diferente,

voy amando las cosas y la gente,

ciudadano de todo y extranjero.

Y me llama Tú paz como un abismo

mientras cruzo las sombras, 

guerrillero del Mundo, 

de la Iglesia y de mí mismo. 

(“En Éxodo”, Pedro Casaldáliga)

Acaso, ¿la palabra no se hizo carne y habitó entre nosotros? Así es, pero hasta ese momento no lo había experimentado con aquella fuerza. Tal vez, mi dualismo menos severo, pero aun así, existente en mi interior, me impedía sentir la vivencia eucarística en el pan partido que me ofrecían personas limitadas y frágiles como yo. Sí, Don Pedro también fue frágil, pobre, misionero, peregrino, fue compañero y camino.                                                

No tener nada.                                                         

No llevar nada.

No poder nada.

No pedir nada.

Y, de pasada,

no matar nada;

no callar nada.

Solamente el Evangelio, 

como una faca afilada.

Y el llanto y la risa en la mirada.

Y la mano extendida y apretada.

Y la vida, a caballo, dada.

Y este sol y estos ríos 

y esta tierra comprada,

por testigos de la Revolución ya estallada.

¡Y “mais nada”! (“Pobreza Evangélica”, Pedro Casaldáliga)

Se hizo dolor hasta padecer las mismas cruces de la gente de su pueblo, se hizo tanto pueblo, tan aborigen, tan campesino, tan sin tierra que fue perseguido y amenazado como uno de ellos, pero nunca consiguieron callarlo. Su pasión por la justicia lo hizo más fuerte, más luz, más semilla. No le tuvo miedo a la muerte, tenía miedo a tener los brazos cerrados, por eso estaban siempre abiertos y llenos de personas.

Al final del camino me dirán:

-¿Has vivido? ¿Has amado?

Y Yo, sin decir nada,

abriré el corazón lleno de nombres. (“El corazón lleno de nombres”, Pedro Casaldáliga)

Querido hermano, que viviste el Evangelio que anunciaste, que denunciaste las injusticias que viste, que te enamoraste de nuestra tierra hermana y floreciste en la Pascua esperada, concédenos tenerte como faro, apóstol y testigo de que es posible seguir los pasos de Jesús, el Nazareno y hacer visible su Reino. Ayúdanos a seguir insistiendo…

Es tarde                                              pero es nuestra hora.

Es tarde

pero es todo el tiempo

que tenemos a mano

para hacer el futuro.

Es tarde

pero somos nosotros

esta hora tardía.

Es tarde

pero es madrugada

si insistimos un poco. 

(“Nuestra Hora”, Pedro Casaldáliga)